Una mentira que surgió de la verdad – Héctor Antón Castillo
Inicialmente en Salonkritik
Una mentira que surgió de la verdad.
Héctor Antón Castillo
“Ningún artista tolera la realidad”
Friedrich Nietzsche
El santo y el guerrero (¿o son uno los dos?)
Manolo Castro (n.1987) no es un heredero sanguíneo de ese eufemismo insular llamado la “Cuba postcastro”. Tampoco es un subproducto académico del legado martiano visto como eticidad fundacional de la nación, sentido que le otorga el notorio ensayista y poeta menor Cintio Vitier (Key West, 1921). Fuera de los predios alegóricos, mejor sería identificarlo como lo que realmente es: un estudiante del Instituto Superior de Arte cuya obra apenas comienza. Aunque su pequeña historia no le impide jugar con la Historia, impronta que doblega a los “ingenuos culpables” de la cadena hegemónica.
“Encuentro” (2009) es una de las propuestas salvables de la muestra del ISA colateral a la Décima Bienal de La Habana. La pieza “encara” a los actores de la redención imposible, circunstancia que ha desatado un enfrenta-miento rentable para unos y terminal para otros. En los extremos de una alfombra roja, José Martí y Fidel Castro se “miran sin verse”, gracias al ardid de una manipulación plástica: ser réplicas en silicona de figuraciones simbólicas donde ya no cuentan los gestos teatrales, el alcance del verbo, la arrogancia sin límites y el delirio de eternidad. “A solas” dentro del antiguo Country Club habanero, el saldo del encuentro comienza y termina en el imaginario del espectador que busca refugiarse en el tiempo de la ilusión, para seguir respirando en el espacio de la representación.
El culto a personalidad como inmortalidad virtual implica la esencia de este environment donde el sonido carece de función alguna. Contra el ruido de viejos mitologemas, ahora nada inspira seducción o rechazo. ¿Cuál es el resorte que le garantiza perdurabilidad a esta inevitable conjunción del arte y la vida? Lo que aparenta ser muy complejo se resuelve en una fórmula creíblemente sencilla: las artimañas de laboratorio sustentadas desde el poder, resultan proporcionales a la ceguera de la masa o felicidad del mayor número. Según el autor de “Oráculo manual y arte de prudencia” (1647) Baltasar Gracián, la prudencia es: recuerdo del pasado, conciencia del presente y previsión del futuro. Ello permite que fantasías totalitarias como la autodeterminación, logren regir la conciencia de sujetos incapaces de practicarla como sinónimo de libre albedrío. Así la memoria colectiva sedimenta un ensayo del prever, concebido para justificar un repertorio de culpas, decisiones o errores.
Por lo cual, el “yo somos nosotros” del líder o jefe, deviene emblema de la parábola de David contra Goliat, salvando pírricamente el pellejo de quienes nunca se atreven. ¿Será que la consistencia simbólica de “Encuentro” equivale al desvarío de espectadores pasivos vagando en el limbo del abandono? Dicha interrogante halla respuesta en una sentencia medular del escritor y periodista cubano residente en Madrid Carlos Alberto Montaner: “En alguna medida, Cuba es un país en torno a un hombre”.
La alfombra roja que soporta esta “azarosa coincidencia”, funciona como relajante visual de un contrapunto de carácter épico. ¿El glamour como ironía del destino o sendero preconcebido? Otra vez la ambivalencia nos relega al terreno de lo infundado. Más que construcciones mediáticas, Martí y Fidel ejemplifican la aspiración suprema de entregarse a una causa justa persiguiendo la aureola de la fascinación. No hay dudas que la moral como invención del poder los situó en el camino que transita de la beatitud a la santidad. Ambos lucharon sin tregua por ser virtuosos, trascender el espectro de sus insomnios y hasta recibir la bendición papal. ¿Quién podría sostener que Él fracasó en su empeño?
Los protagonistas de esta fábula hiperrealista rebasan con éxito ese trapicheo político cubano (desmontado sin remilgos por Antonio José Ponte en textos como “El abrigo de aire”, “Historia de una bofetada” y “Ese anacrónico Martí”), que conserva las máscaras justicieras de la diferencia ideológica como negocio rotundo. El santo y el guerrero desaparecen en el arquetipo ideal del superhombre que se roba el espectáculo orquestado por incondicionales y detractores. Tantos desvelos para afianzar un lugar común: mientras se robustece la duda en torno a determinada legitimidad histórica, crece el afán de percibir una fantasmagoría como seres de carne y hueso en quienes debemos creer por encima de todo. La beatitud es el espacio; la santidad, el tiempo.
¿Romanticismo de manigua vs. Pragmatismo maquiavélico? Debilidad física vs. Vigor corporal? ¿Espiritualidad vs. Voluntarismo? Nada de eso. Encuentro no es una pieza afirmativa. Su ambigüedad ilustra la bruma latente en la virtualidad mediática contemporánea, donde poco importan la transparencia ética de quien ejecuta la obra, el tópico que aborda o el grado de seriedad de quien la consume. Como una metáfora del engaño perfecto, la pieza de Manolo Castro sugiere un statement para venideros fabricantes de leyendas: “Pulcros como imagen y sucios como idea”. ¿Acaso existe un retrato simbólico más preciso del hombre?
La “otra cara” de la distopía
“Cristóbal Colón no existe” (2009) es un environment de Julio A. Mompié (n.1988), marcado por el signo visual del artefacto. Son tres réplicas de las embarcaciones que acompañaron al genovés pretencioso en sus afanes de conquista al servicio de los Reyes Católicos. Sin embargo, la obra funge de contrapartida de su más cercano “Encuentro”, y no de complemento anecdótico. Esta vez la paradoja ilustrada se valida como “idea autónoma” mediante su propia absurdidez: eliminar la figura humana de una fantasía que se concreta producto de sacrificar muchas vidas. Tal parece que el joven artista persiguió configurar un símil no menos delirante: igualar el engaño visual a la aventura colonial como crimen político. Es decir, que los navíos blancos suspendidos en el espacio podrían encerrar en sus bodegas simbólicas una oscura certeza: la reescritura de leyendas heroicas como hobby preferido de un invisible Rey Midas, quien todo cuanto roza lo convierte en truco posthistórico manejable en el presente.
“Encuentro” vislumbra lo político como maximización de emblemas connotados que se diluyen en la “agonía de lo real”. “Cristóbal Colón no existe” refuerza lo apolítico como secuela minimizada de la virtualidad política: una representación mítica silenciada al potenciar un icono abolido en el tiempo como imagen personalizada. De cierta manera, Colón encarna su legítimo significado: el hecho consumado de no existir, la recompensa de transformarse en arquetipo del ilusionismo contemporáneo: esa búsqueda de inmortalidad estrellándose contra el acontecer de la memoria inconsolable. ¿Qué permanece de los extravíos de un voluntarioso almirante navegando por el mar de las Antillas? Nada, tan solo la nada profunda de un individuo-fetiche, solamente vital en cuanto pueda ejercer una función hipnótica sobre una maniobra oportuna. De este modo, sería posible devolverlo “sano y salvo” a la realidad, como una dolorosa y enternecedora nostalgia por los accidentes proféticos.
Un efecto paradójico de niebla confunde al espectador de este desacato neohistoricista. Por ello, las reproducciones en madera de cedro de las tres carabelas están cubiertas por una pátina de luminol. Se trata de un líquido que se esparce sobre un área donde pudo haberse derramado sangre. Este recurso forense es un proceso que descubre lo oculto (tal vez residuos humanos), para detectar las manchas de la invisibilidad. Tras la opacidad del olvido, el fulgor que brota de los navíos colgantes dibujan una aureola, efectismo que encandila al espectador presa del guiño visual. Otra vez reconocemos el turbio maridaje del arte y la vida. ¿Debemos aceptar complacidos el trueque del horror en belleza, para deleitar a cuantos irrumpan en un recinto semioscuro del ISA en plena Bienal de La Habana?
Julio A. Mompié se comporta como un político que asume su rol en la nomenclatura que lo trasciende: banalizar lo que urge banalizar en el momento justo de la banalización. Semejante tautología incita una lectura de estirpe warholiana: “Todo es hermoso”. “Cristóbal Colón no existe” se magnifica desde su misma negación. Algo similar a una chica tan afortunada y atractiva que termina devorándose ante el espejo de la impotencia.
“De cómo el pasado se parece al futuro” era el título inicial de “Cristóbal Colón no existe”. Al racionalizar el proceso de su intuición, Mompié alcanzó revertir la pista sospechosa en juicio lapidario. Pero la expresión negadora tiende a volverse erróneamente afirmativa. Porque ya sabemos que los fantasmas de la historia son grandes productores de enigmas. Su longevidad persiste debido al eterno retorno del utopismo. Entre la blasfemia y la profecía está la razón cínica de una pregunta tan ordinaria como inquietante: ¿Quién será nuestro próximo descubridor?
Cristóbal Colón, José Martí y Fidel Castro “interactúan” como opuestos cómplices de lo que Peter Sloterdijk denomina “el presentimiento de una esencia en fuga”. Su virtualidad convoca a la piedad que los asiste. Solo les queda entablar un diálogo sordo entre cercanías distantes. Aunque su legado sobrevive para compensar el vacío de ambiciones desmedidas: ser distorsiones históricas víctimas del saqueo emancipador. “Cristóbal Colón no existe” y “Encuentro” emergen de una raíz común: ambas piezas socavan ideales de esquemas sociopolíticos aprehendidos en la sombra de multitudes. Contrariamente idénticos, Manolo Castro y Julio A. Mompié pudieran esgrimir frente a la ambigüedad mortificante de sus obras: ¿Acaso todos no somos multitud?