Extraño cuerpo de color

Extraño cuerpo de color
barbaromiyares  Por Bárbaro Miyares

“Guiada por la curiosidad sobre ciertas “identidades perturbadas”, este cuerpo se convertía así en un lugar idóneo para investigar sobre la fragilidad del sujeto contemporáneo frente a determinadas situaciones y las repercusiones que pueden tener éstas sobre su experiencia”, comenta Begoña Montalbán en la nota de presentación de su exposición “Interiores” en la Galería Tomas March de Valencia. Primero fueron alusiones al cuerpo femenino: inquietantes fragmentaciones de su figura-arquetipo e impávida objetualización del fragmento a devenir en supuesto utilitario y de placer; luego, reparos en torno al cuerpo del maniquí femenino (usado como alegoría, ejercicio de auto-conocimiento, fragmentos de memoria, etc.), visualizados en la serie “Sujetos”, crecida e insertada en exposiciones como “sujeto” a lo inefable (Galería Antonio de Barnola, 1994), “sujetos” (CAZ. La galería, 1994) o “apuntes para un diagnóstico” (Galería Tomas March, 1996). En aquellas primeras alusiones (fragmentaciones alarmantes), como en “apuntes para un diagnóstico”, el trozo extraído y re-figurado era despojado de la temperatura humana e investido, en su alojarse nuevo —en esa apariencia de objeto evocador de fruiciones y de gozo, de pensamiento alterador de la huella-recuerdo o de presencia centrada en la corporeidad de donde es proveniente—, de una cuantía insinuatoria que, invirtiendo el cono de su visionamiento, sustituía, cual reto propicio, el posesivo retrato (y mirada) de lo ideado como única feminidad por la emanación jubilosa —y propensión— de un “otro poetizado”, y tal ves, en tanto que hendidura sujeta al devaneo de la sapiencia, por la vitrina hechizada del gusto por lo concupiscible o, si se quiere, por la delectación de ver (escudriñar) imaginando lo “carnal-perturbado” tocado por la gracia. Antes que una revelación contundente sobre los estados de identificación del cuerpo o propensa orientación de la mirada y la idea, incluso, antes que naturaleza interferida (y pugnante) por otra naturalidad, e igual, antes que escondrijo, el término identidades perturbadas, esa acotación que intenta y da impulso a un sublime planeo representacional por la fragilidad del sujeto, se me antoja pensarlo ‘filoso’, cuerpo de picaresca fina que encumbrado, y sublimando por igual una atención pretendida clínica y otra de caracterización sociológica, deviene (ha devenido) en traviesa sonrisa y guiño, si no de aceptación definitiva, por lo menos de una complicidad continuada y de una plenitud nada frívola. Ya desde espacios reservados y hasta ahora mismo, en interiores, esas identidades perturbadas, esos iris-pretextos, ondulan, cual eficaces fantasmas aferrados a la vieja tarea y pretensión de insinuarse energías, incluso, aunque a veces para nada hayan contado, como resortes de una comprensiva visión (sólo inicial y de puesta en marcha) de la figura del maniquí femenino como la entidad ideal para esas inmersiones poéticas en un ámbito —tan complejo, como improbable—, como el de la fragilidad del sujeto. Tal vez como ocurre en interiores, quizás haya sucedido en espacios reservados: que de esas a veces inmensas fotografías o sublimados registros, aparente tirar (siempre y más), jalonar hacia sí, una dimensión visible, y por tanto figurativa y pendiente del límite temático, que un sentido elevado de lo legible y enunciativo; en todo caso, esa distancia distintiva entre la dimensión visible (representacional) y el sentido legible (enunciativo), de estar precisada, seria a la vez el lugar de una oposición y de una fluctuación constante entre lo atribuible bien a la dimensión, bien al sentido, y resolvería, como casi ha quedado resuelto en interiores, ese viejo conflicto —más de una vez metodológico—, entre la orientación discursiva (intencionalidad teórica, enunciado, sentido) y la estructuración práctica (tema, forma, espacialidad) y visual de la obra. En interiores, las alusiones al doble figurativo del que habla Begoña —unas veces fantasma o máscara, otras, el otro-yo o el yo-otros—, en tanto que detenciones fugaces de signos y símbolos perseguidos, además de lo que ella sugiere (en el término clásico de la escultura, la figura humana), habría que entenderlas (en los registros-resultantes y en su reconversión en entidades fantasmagórica) si no como una supresión de la cualidad y la esencia del cuerpo —cualidades y esencias que no son nuevas pues flotan como arquetipos repetitivos de un cuerpo dado a alcanzar dimensiones de analogía—, por lo menos como la congelación del nivel más crítico de enfrentamiento entre el fantasma presente (re-figurado) y el cuerpo pasado (memoria), entre el maniquí y lo humano, entre la máscara y su rostro. Así, de esa congelación, pensada entonces como inquietante, obsérvese el transcurrir de la relación establecida entre el maniquí y el cuerpo, en la que el maniquí es el que fluye, cual si fuera diversa cualidad, mientras que el cuerpo, que si lo es, se fija concepto arquetípico (para siempre) en la lejanía; distíngase una transfiguración de la imagen de lo femenino (el cuerpo) en una memoria reconstruida del maniquí, y luego, en el registro fantasmagórico de sí (manipulaciones fotográficas), donde la imagen —en su estricta condición de registro, en su concentración novedosa— es, evidentemente, la resolución acabada de una finísima artesanalidad, y no, como puede llegar a pensarse, un signo detenido.



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